Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra sea cual fuere el medio, electrónico o mecánico, sin el consentimiento por escrito de Manuel Alcántara y Fundación Manuel Alcántara.
Soneto para empezar un amor
El vino de los muertos
Me busco por el tiempo
Antiguo presente
Arcángel de pereza
El desocupado
Volver al aire
Canción 4
Soneto para pedir tiempo al tiempo
Soneto para pedir por mis manos
Soneto para pedir por los amigos muertos
Empieza la noche
Las palabras
Hay una mujer en el sur
Vuelta a la mar de Málaga
Bulevar
Soneto para acabar un amor
Radiografía
La tarde
Zona verde
Como una oración
Yo tuve el corazón capaz de lluvia
Telegrama a Bécquer
No sabe el mar que es domingo
No digo que sí o que no
Si vivir consistiese en darse cuenta
Excusas a Lola
Abderramán III, poco antes de morir, hacer confidencias
Niño del 40
Viajes
Ocurre que el olvido antes de serlo
fue grande amor, dorado cataclismo;
muchacha en el umbral de mi egoísmo,
¿qué va a pasar? Mejor es no saberlo.
Muchacha con amor, ¿dónde ponerlo?
Amar son cercanías de uno mismo.
Como siempre, rodando en el abismo,
se irá el amor sin verlo ni beberlo.
Tumbarse a ver qué pasa, eso es lo mío;
cumpliendo años irás en mi memoria,
viviendo para ayer como una brasa,
porque no llegará la sangre al río,
porque un día seremos sólo historia
y lo de uno es tumbarse a ver qué pasa.
Manuel Alcántara
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Recuerdo el porvenir. Todo se sabe.
Lo que me espera es una vieja historia;
la muerte empezará por la memoria,
a vivir le echarán tierra y un ave
volará, dicen (mucha duda cabe).
Lo demás nada importa, es trayectoria;
lo demás es dar vueltas a la noria.
Tenerse que morir, eso es lo grave.
El silencioso vino de los muertos
diariamente me bebo trago a trago
con la incontable sed de los desiertos.
Todo para acabar donde se empieza;
ya no sé si es vivir esto que hago,
la muerte se me sube a la cabeza.
Manuel Alcántara
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Me busco por el tiempo que he perdido
y en las hojas de ayer del calendario,
pero no encuentro al alma por mi almario
ni rastro de aquel viejo conocido.
El que yo fui, ¿por dónde se habrá ido?
Quiero saber de mí. Es necesario
conocer a quien trato en este diario
escribir las memorias de mi olvido.
La aventura pequeña de ese barco
que hace su travesía por un charco
sabiendo que a babor nadie contesta.
Bebiendo estoy mi vino y mi pregunta.
Penas y dudas. Todo se me junta.
Y Dios da la callada por respuesta.
Manuel Alcántara
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Tengo un niño olvidado en la memoria
juvenilmente antiguo como un río;
regresa de un remoto tiempo mío
tan lejano y azul como la gloria.
Inconcretas noticias de mi historia
me trae hasta la puerta un viento frío;
volviendo están vilanos de otro estío
y agua pasada muévese en la noria.
El porvenir de ayer es ya recuerdo
y el niño nunca sabe dónde empieza
el día de mañana cada día.
Niño que se perdió como me pierdo,
pensando que no es buena mi tristeza
y no vale la pena mi alegría.
Manuel Alcántara
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Un arcángel me ronda indiferente,
oigo sus alas cerca de mi aliento;
un arcángel me ronda, yo lo siento
con el peso del aire por mi frente.
Él me enseñó a decir «inútilmente»
y a darle los propósitos al viento;
su espada, del metal del desaliento
se hundió en mi voluntad desobediente.
Arcángel rondador de la desgana,
que se lleva el dolor que no me tomo
para traerlo el día de mañana…
Sujetas van las penas por las bridas,
enjaezadas, dolientes, nobles como
las mulas al final de las corridas.
Sólo la ociosidad es mi tarea.
Las morunas naranjas, gajo a gajo,
vierten su antiguo zumo, y en el tajo
se ha vuelto perezosa la pelea.
Si esto es vivir, que venga Dios y vea
cómo ando con la vida cuesta abajo…
Que cuesta estar de pie mucho trabajo
para después marcharse adonde sea.
El naufragio que llevo entre las sienes,
que es verdad que no cabe en cualquier río,
me trae a mal traer… y aquí me tienes
contándole una historia a los desiertos,
machacando la vida en hierro frío,
hablando de la muerte con los muertos.
Lo sabe el corazón. Que no se diga
que el corazón no sabe lo que tiene.
Sobre su propia muerte se sostiene
pero la sangre a veces se fatiga.
Cansado y todo dice Dios que siga
habitando el vacío, que se llene
de noches y de nada… Mientras viene
uno se echa a dormir. Pereza obliga.
Con la genealogía de los trinos
cantando está la antigua voz del arte
a la insegura sombra de la suerte,
la memoria se llena de caminos
pero no llegaré a ninguna parte
con este corazón de mala muerte.
Manuel Alcántara
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Vale lo que su sueño:
lo que pueda valer lo que no sirve.
Vive en un pueblo de preguntas
con torres encendidas
y campanas que tocan siempre solas.
Un pueblo con un río y una casa
y un aire justo para respirarse.
Sin tener que moverse
ha visto, boca arriba, al techo constelado
y al eclipse fatal de la bombilla
que el sueño trae.
Mirando la expansión de la gotera
le vio la cara a la pobreza…
Sin salir a la calle,
solamente asomándose a la puerta
ha visto
la luminosa raza de los amaneceres,
el crepúsculo y toda su comitiva de colores,
la noche y sus insignias.
Sólo el desocupado
sabe que la pereza es habitable,
que estar tendido tiene parques, puentes,
luna, caminos cortos entre pinos…
Acaso nadie
se dé más cuenta de la vida.
Manuel Alcántara
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Volver al aire que me tuvo un día;
al aire que recuerda con cuidado
el peso que le puse;
al aire donde cabe todo lo que se ponga.
Preguntar por el sitio de mi cuerpo.
Mirar si queda
memoria de mis manos
moviéndose.
O humo del último cigarro.
Ver las paredes aburridas
que aún guardan en su dura superficie
el doliente desgaste que supone
detener unos ojos.
Preguntar y quedarse con la duda
de no saber si al aire que me tuvo
se lo ha llevado el aire
o si era otro el que estaba en aquel aire
que a mí me tuvo un día.
Manuel Alcántara
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Cuando termine la muerte,
si dicen a levantarse,
a mí que no me despierten.
Que por mucho que lo piense,
yo no sé lo que me espera
cuando termine la muerte.
No se incorpore la sangre
ni se mueva la ceniza
si dicen a levantarse.
Que yo me conformo siempre,
y una vez acostumbrado
a mí que no me despierten.
Manuel Alcántara
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Soneto para pedir tiempo al tiempo
El tiempo es un camino para andarme.
(No te engañes. Morir, ay, para ver. Te
quedarás solo, a solas con tu suerte).
Yo me he echado a dormir para vengarme.
Porque sé que no debo entusiasmarme
con cosas que se acaban en la muerte,
estoy soñando. Cuando me despierte,
no sé si habré hecho bien en despertarme.
El tiempo, con su escaso presupuesto,
se nos va a cada paso, mientras arde
como una rama seca todo esto.
Siempre un reloj aprieta, nos ahoga,
nos coge por el cuello un día y tarde
o temprano nos cuelga de una soga.
Manuel Alcántara
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Soneto para pedir por mis manos
Andan cerca de mí: sólo un momento
antes que el corazón, casi a mi lado.
Han nacido conmigo, a mi cuidado;
se mueven al sudeste de mi aliento.
Cada vez que hablo os digo que las siento
hablar en mi favor. Acostumbrado
me tienen a su peso, a su cansado
modo de repartirse por el viento.
Yo las quiero. Me sirven bien. Yo os juro
que han querido tocar hasta el misterio
y el techo del amor, a todo trance.
Un día llorarán. Estoy seguro.
Cuando se pongan a pensar en serio
en las cosas que estaban a su alcance.
Manuel Alcántara
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Soneto para pedir por los amigos muertos
Yo los llevaba dentro. Los tenía
sobre mi corazón, como un emblema.
Cojo el recuerdo aquí, por donde quema,
por donde la esperanza más se enfría.
Estoy más agujero cada día,
más desierto y más loco con mi tema;
ellos me dan su luz como un sistema
apagado que alumbra todavía.
Se me ha quedado huérfana la mano,
por la mitad el vaso de mi vino,
sin lluvia mi terreno de secano.
Dan ganas de dejar todo por irse
a buscarlos. Conozco ya el camino:
se va por el atajo de morirse.
Manuel Alcántara
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A veces pasa, si la noche,
que la vida se queda descuidada,
atrasándose más a cada paso,
como esa carta que se lleva, días
y días, arrugada, en el bolsillo.
Duele necesitar el aire que se encierra
entre paredes, duelen las paredes
igual que siempre hacen,
y duele el aire que jamás dolía.
Cosas que no se echaban ya de menos,
de pronto acuden.
Se instalan.
Uno entonces se trata cortésmente,
como si hiciera un rato sólo que se conoce,
se ama con egoísmo, se disculpa,
se atiende las menores sugerencias
con miedo a molestarse,
para acabar pensando
en mendigos que pierden sus monedas,
acuñadas a fuerza de «que Dios se lo pague»,
en naranjas helándose, amarillas,
en poco fuego para tanto pobre
o en los niños que crecen sin que nadie.
A veces pasa que anochece
y uno entonces se tiene más respeto
y sabe que un silencio, o bien unas palabras,
pueden necesitarse igual que una persona,
lo mismo que el tabaco, la camisa
o una bebida fría.
En una lástima muy grande
se participa, y es entonces
que uno se pone al borde de ser bueno.
(Si fuera pescador
echaría la red dentro de un pozo.
Si fuera astrónomo pondría
el telescopio en dirección a un pozo.
Si fuera pozo
dormiría contento de estar en paz y en tierra).
A veces pasa que anochece dentro
y uno va y se recoge
en las cosas que tiene más seguras,
en lo que de verdad sirve para la vida.
Claro que siempre
lo malo tira de lo otro,
la noche tira piedras al tejado,
la sombra tira para afuera,
y hasta lo alegre tira para llanto,
como al padre que dicen que su hijo
se ha puesto bueno de repente.
Manuel Alcántara
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Donde más me conozco empiezan mis palabras.
Quiero escribirme
como se escribe el silencio en las piedras
o la lluvia en las frentes;
igual que el miedo al agua
en el embarcadero.
Quiero ponerle nombre a lo que va conmigo
y quedarme a vivir en ese nombre,
como se queda
en el barro corrido de una jarra
el resumen de un muerto.
Las palabras me llevan a la tristeza siempre.
Las amo porque guardan cosas mías:
antigüedad, amor, aroma…, incluso
los recibos del cuerpo que habitaron.
Ellas me obligan al recuerdo,
como un cigarro a solas.
Cuando las miro acaban por dolerme.
Pero ya digo que las amo.
Por ellas tengo días colgados por el pecho,
pájaros en la noche, amigos que ya no,
aniversarios cada tres minutos.
Desde el principio supe
que son iguales que el silencio,
a su manera.
Ahora están viniendo de puntillas
para que no les oiga la tristeza,
para que no se alarme el hombre al que delatan.
Llegan como un calor entre la sombra,
como un color en medio de la niebla.
Siempre son tristes las palabras
si están escritas.
Aunque suenen canciones por el puerto,
cantes del sur junto a la mar pequeña,
o abiertamente pidan
cosas que necesito más que el aire.
Pero vuelvo a decir que yo las amo.
Y sé que no resuelven nada y son inútiles
como ese número de teléfono
que se ha quedado en la memoria
y que no sirve
ni volverá a servir ya nunca
porque aquella persona a quien llamábamos…
Manuel Alcántara
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Para escribir el nombre.
Para escribir, tan sólo el nombre,
me he puesto a recordarla, paso a paso.
Parece que la estoy viendo.
Recorro la extensión de su mirada,
toco su voz, sus manos,
miro sus pies, su piel, su pelo…
Sus ojos escuchando mucho humo en las iglesias,
su voz especialmente construida
para reprender niños con dulzura,
sus manos (llenas de indulgencias)
temblorosas y rojas como llamas,
su pelo como alberca cuando luna,
y sus pies hacia misa, muy temprano.
Tendría que ponerme sobre el pecho
un emblema de trapo, y ser humilde,
para poder hablar de su paciencia.
Para escribir el nombre la recuerdo.
Hay en el Sur una mujer muy buena
que honradamente espera, honradamente habla,
y cree, honradamente,
que el párroco es un hombre que sabe muchas cosas
y que tiene muchísimo talento.
Una mujer que vive todavía
y que se ha ido haciendo, poco a poco,
agua para geranios si no llueve,
y balcón de geranios para el que está en la calle,
y pan de su pobreza.
Acaso a nadie importe el nombre.
Manuel Alcántara
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(Rincón de la Victoria)
Vine a la mar dudando si estaría
donde yo la dejé: junto a la raya
donde la espuma eventual acalla
su antigua discusión con la bahía.
Llegué a la mar. Estaba todavía.
ella lo mismo y yo distinto. Vaya
una cosa por otra y, por la playa,
vayan las dos en busca de aquel día.
Vine a la mar y me encontré en la arena
—niño llevando cubos a la pena
y palas a la orilla del verano-.
Me hice a la mar, estando hecho al recuerdo
por perderme otra vez como me pierdo
junto al que fui, cogidos de la mano.
Manuel Alcántara
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Confieso que ha llegado a preocuparme
la manera de ser de las semanas.
En el año 3000, sin ir más lejos,
importaremos nada.
Nos llamarán «antepasados».
(Una mala pasada.)
La vida seguirá, según parece.
Cuando otros anden por las ramas
de un árbol genealógico no ilustre,
seremos las semillas enterradas.
Y la pequeña historia, nuestra historia,
de sabida, olvidada.
Es cierto lo que digo, y, sin embargo,
está bonita la mañana.
El bulevar es hondo como un pecho.
La ciudad de este entonces se me ensancha.
Pasan gentes distintas por la calle.
Cada uno va a lo suyo, que es la nada.
Pasan antepasados.
Hacen tiempo,
hasta que el tiempo los deshaga.
Los preferibles soles ciudadanos
fijan su ancho cartel en las fachadas.
Existe una bahía en un alcorque
y un milagro al final de una muchacha.
Hay un cielo tirante, de tejado
a tejado, con lumbre a sus espaldas.
Entre autobuses y jerseys ceñidos,
hombres cansados vuelven de la fábrica.
Como el recuerdo de las antiguas novias,
el hambre saca brillo a sus miradas.
Pensando en sus teléfonos privados,
un negociante arrienda las ganancias
estrictamente satisfecho
porque tiene la vida asegurada.
Dirigen el desfile los semáforos.
Por las paredes, letras coloradas
ordenan consumir refrescos yankis.
Suena una radio: anuncian los programas
de las guerras más próximas.
Un cura
reparte bendiciones en estampas
a un corro de chiquillos
que alborotan la acera con las alas.
Un lento oficinista está mirando
las tiendas con las manos apagadas…
No estoy perdido en la ciudad.
En las taquillas venden esperanzas
en sesiones continuas y
deportivas algaradas.
No estoy perdido en la ciudad: la quiero.
Hay tierra por la calle y en las casas.
Una espera y un nombre me sonríen.
Una boca pintada
me sonríe en el bar.
Una espera y su nombre. Noches largas.
Mientras ella sonríe, le deseo
una clientela de gestiones rápidas.
Pasan gentes distintas por la calle.
Deseo cosas para todos.
Me gustaría regalárselas.
Al negociante aquel, tan satisfecho,
el revoltoso polen de una acacia:
al lento oficinista
una habitación más para su casa;
a los niños, la acera;
al cura, bendiciones muy baratas;
un trozo de justicia a los cansados
para que lo repartan en la fábrica;
y a la muchacha aquella, que tenía
un milagro al final de lo que andaba,
quisiera regalarle unas ojeras
de esas de al otro día, a la mañana.
Antes que nos dejemos
de forma horizontal y delicada,
la imposible tarjeta de visita
—el nombre y las dos fechas en la lápida—
ruego por estas cosas
que apenas tienen importancia.
Pasan gentes distintas por la calle.
Sigue estando bonita la mañana.
¿Quién puede acostumbrarse a todo esto
sabiendo que se acaba?
Cruza gente de entonces.
Ciudad de paso. Tierra en cada casa.
Y tú requetemuerto, Eduardo Alonso,
mientras yo bebo mis bebidas blancas.
Manuel Alcántara
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He quemado al pañuelo, por si acaso
se pudiera tejer de nuevo el lino.
Le sobra la mitad del vaso al vino
y más de la media noche al cielo raso.
Tenía que pasar esto. Y el caso
es que estando yo siempre de camino
y estando tú parada, no te vi y no
me ha cogido el amor nunca de paso.
Puede que salga a relucir la historia
porque nunca se acaba lo que acaba,
que se queda a vivir en la memoria.
Echa a andar el amor que te he tenido
y se va no sé donde. Donde estaba.
De donde no debiera haber salido.
Manuel Alcántara
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A Salvador Jiménez
Detrás del bien urdido parapeto
de músculos, tejidos y alegría;
tras la provisional cristalería
de las venas, reside, hondo, el secreto.
¡Qué vocación de muerto en mi esqueleto!
En el cliché de la radiografía
he visto al que seré —quién sabe el día—
el día en el que Dios me ponga el veto.
Me vive en la extensión roja y espesa
un vertical difunto ensimismado,
un huésped mineral de la ternura.
No es que me importe, pero qué sorpresa
que me flore en la sangre un ahogado,
que esté de pie y que tenga mi estatura.
Manuel Alcántara
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Eso es la tarde,
eso es el río
y aquello son los árboles.
Sentado en una silla, en la terraza,
estudiante del aire,
aprendiz de estar vivo
y especialista de su propia sangre,
un hombre —nada nuevo
por otra parte—
ciudadano de Dios
y nacionalizado en medio de la calle,
piensa que se conoce lo preciso
para poder mirarse
por encima del hombro
y querer que esto acabe cuanto antes.
Sentado en la terraza,
inquilino del aire,
un hombre como tú cuando estás solo
se ha puesto a hacer balance
y atestigua con muertos interiores.
Es otoño y es martes
en toda España. Cobres volanderos,
laminados, revuelan en los parques.
Es un martes cualquiera
de un otoño variable
parado en la mitad de España.
(Hablo
de lo que más conozco: de la parte
que me toca ocupar
quitándosela al aire.)
Es otoño y es martes y es España.
Cruzan vencejos ambulantes.
El día, poco a poco,
se le está haciendo tarde,
a su inventor, al único
que los tiene contados desde antes.
Sentado en una silla, en la terraza,
pienso en islas probables,
miro abajo las sílabas oscuras
del Manzanares
—por cada gota un clásico—
y pienso que no cabe
duda: ese es el río,
esa es la tarde,
ese es el cielo del otoño
y aquello son los árboles
repartiendo prospectos amarillos
por las habitaciones de los parques.
Pienso en otros otoños
que ya no tengo por delante
y en otro viento
surcado de vencejos delirantes.
Pienso en el río
para quedarme al margen.
A mi derecha tengo un paquetito
de esperanzas que Dios guarde,
un poco más allá,
igualmente a mi alcance,
otro paquete con mis treinta años
intransitables,
hay un aviso:
«Prohibido tocar. Peligro de desastre.»
Sentado en una silla, en la terraza,
con los ojos a pájaros distantes,
a no sé cuántos metros de altitud
sobre el nivel incierto de la calle,
un hombre —nada nuevo
por otra parte—
está pensando, en serio,
que es mala cosa hacer balance.
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Sobre la piel de marzo se ha tendido
con todos sus pecados perdonables;
por sus hombros resbala
el polen de la tarde.
Tumbado sobre marzo, acudiría
a la convocatoria de los aires
si no tuviera dentro un hombre oscuro
siempre desanimándole.
(Se oye la soledad. Descansa el tiempo.
Se ahonda la postura de los árboles.)
Echado sobre marzo, un hombre asiste
a su propio espectáculo variable.
Junto a la yerba nueva, busca, absorto,
las cuatro hojas de un trébol por su sangre.
Sobre la piel de marzo, un hombre quieto,
con los ojos a pájaros distantes,
se escucha ese sonido
que suele hacer la pena al levantarse.
(Oye su soledad mientras contempla,
más honda, la postura de los árboles.)
De buena gana acudiría
a la convocatoria de los aires
si no escuchara ese sonido
de la esperanza derrumbándose.
Tendido sobre marzo, quieto, oscuro,
un hombre reclinado, inexplicable.
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Creo en Dios Padre, Todopoderoso,
creador del cielo y de la tierra,
inventor de los hombres;
que hizo los pájaros azules,
la nube, la nevada, el río y toda
la familia del agua.
Creo en su única herencia
enterrada en el barro con la ayuda del viento.
Creo en un cielo grande
—Van Gogh lo está pintando de amarillo—
donde puedan mezclarse suicidas y alfareros.
Creo en la abolición de la pobreza,
en la reunión del mar y en el milagro
del tiempo de los peces.
Creo en la resurrección de las espigas,
en el reparto de la lluvia
y en la felicidad del niño aquel
que se ahogó en la alberca.
Creo en la vida perdurable,
en la unión de los llantos,
en el perdón de lo soñado
y en que después de nuestra muerte
empezará la Edad de las Respuestas.
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Yo tuve el corazón capaz de lluvia
Yo tuve el corazón capaz de lluvia.
Ocurría febrero con sus alas
y el tiempo digital nos puso juntas
las manos. Y los ojos y los cuerpos:
toda la tierra que el amor excusa.
Igual que el viento en las banderas altas
se comportó en nosotros esta música.
Me fui quedando acompañado y cierto,
entendido en los bosques de mi jungla,
leñador orgulloso de raíces
que pensaban estar por siempre ocultas.
Lo de siempre se puso a ser distinto:
el mar entero cupo en una urna,
el hielo de los vasos provenía
de una lejana nieve, nuestra y única,
mis manos migratorias se quedaron
a vivir en tu tierra más profunda
y en mi boca, de siempre descontenta,
dimitían de pronto las preguntas.
Presenciadas por dos cambian las torres,
la muerte aplaza sus gestiones últimas
y estar vivo se agita y condecora
igual que el mar sin árboles ni tumbas.
La muerte es como un libro o un espejo
donde uno mira y mira sin ver nunca.
Ven cerca. Más. Que entre los dos no quepa
ninguna muerte ni ninguna duda.
Te hablo desde febrero y desde siempre:
sabemos del amor por lo que alumbra,
por lo que tuerce y acrecienta y rige,
por su forma de andar en la penumbra…
Y así, sobre semanas perseguidas,
izamos con esfuerzo nuestra luna.
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Mis cuentas no están cabales:
me falta una golondrina
y me sobran tres cristales.
Manuel Alcántara
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No sabe el mar que es domingo.
Se revelan, inmortales,
las olas a cuerpo limpio.
Cada vez que muere alguna
la misma ocupa su sitio.
No sabe el mar que es un náufrago.
Sin reloj y sin amigos,
el mar flota sobre el mar,
ni cómplice ni testigo,
ensimismado en su azul
y ajeno, como Dios mismo.
Mientras va y viene en la orilla
no sabe el mar que lo miro.
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No digo que sí o que no.
Digo que si Dios existe
no tiene perdón de Dios.
No digo que no o que sí.
Digo que me gustaría
que Él también creyera en mí.
Yo no le guardo rencor.
Si lo encuentro alguna vez
nos perdonamos los dos.
Manuel Alcántara
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Si vivir consistiese en darse cuenta
Si vivir consistiese en darse cuenta,
ganar el corazón, perder el hilo,
mostrarle el pasaporte a los espejos,
ponerse a hablar de usted consigo mismo,
volver por las aceras sin memoria,
demorarse en los labios conocidos,
si vivir fuera sólo estar sobrando,
estar de más, estar más que perdido,
saber que no hay remedio, que los dioses,
famosos por sus sombras y sus signos,
ya planearon sus crímenes perfectos,
sus crímenes sin rastro y sin motivo,
si vivir consistiera en aquel tiempo
en el que no queríamos morirnos,
si vivir fuera ser un extranjero
que llega a amar mucho a un país distinto,
si vivir no tuviese consistencia,
sólo un momento dado y no pedido,
si los muertos se mueren, que se mueren,
nadie, nunca jamás, estuvo vivo.
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Si yo no te dijera todo esto,
andando el tiempo, alguien te lo diría.
No te puedo mentir a ti, hija mía.
Mira mi corazón: lo llevas puesto.
Siempre tuve un pequeño presupuesto
para el amor. En la melancolía
se me fue lo demás. Si todavía
quedaba algo lo eché a vivir. El resto
más vale que lo sepas por mí. Era
bueno y malo lo mismo que cualquiera
pero sospeché un aire diferente
y ante ti a veces me sentí culpable
de que vivir no fuera navegable
y te pedí perdón desde mi frente.
Manuel Alcántara
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Abderramán III, poco antes de morir hace confidencias
A Juan Antonio Vallejo-Nájera
También en el dolor fui más. Lamento
deciros con retraso que yo era
un alfanje sin fin y una manera
de aceptar mi interior derrocamiento.
No quise divulgar mi sufrimiento
por no haceros la envidia llevadera.
Nadie me conoció más que por fuera,
como al alto ciprés conoce el viento.
El laurel fue costumbre de mi frente,
la mujer de mi noche, el inminente
jazmín bajo los astros a mi lado.
Todo lo tuve. Cuanto el cielo abarca.
Recordad siempre al más feliz monarca:
Abderramán III el desdichado.
Manuel Alcántara
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A Piero Tedde de Lorca
Una luz por el parque y el pitido
de un barco que se fue, que se está yendo.
Una luz que conozco y que comprendo
y un barco que partió y que no se ha ido.
Palomas. Y biznagas que han querido
serlo para volar. También lo entiendo:
ser otro y ser lo que estuvimos siendo.
Acaso alguna lo haya conseguido.
Un tranvía de sol con jardinera
y en los Baños del Carmen gran carrera,
concurso entre sirenas y delfines.
No se estaba ya en guerra aquel verano,
mi padre me llevaba de la mano,
yo estudiaba segundo de jazmines.
Manuel Alcántara
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Hubiera sido igual abrir un atlas
con países que caben en la mano
y remontar los ríos y las páginas
para seguir sus cursos satinados.
Las cordilleras y los alminares,
el agua populosa por el Bósforo
y el niño Alí que me vendió postales
son cosas que ya estaban en mis ojos.
Cuando era Marco Polo por los mapas,
las mismas cosas vi sin ir a verlas.
Las mismas torres y la misma Pampa,
las colinas más roncas y Venecia.
Por primera vez he vuelto a ver las casas
de La Antigua, las sordas catedrales,
el ring del Madison y las descalzas
aguas del Iguazú, yendo a matarse.
Ya estuve en los lugares donde estuve.
Reconocí a la tierra en las naciones,
los cielos varios con las mismas nubes,
los repetidos y mortales hombres.
Recuerdo aquellos atlas escolares
tanto como las noches de Sudáfrica.
Para haber visto todo acaso baste
mirar desde el balcón la luna apátrida.
Manuel Alcántara
Grande, grande,don Manuel….”ven cerca, más, que
entre los dos no quepa ninguna muerte ni ninguna duda….”
Gracias!!!